Libertad Digital
El Luna Park nunca sonó bien. Del “rompan todo” de Billy Bond al “sin síncopa, muchachos”, de la despedida de Sui Generis, pasando por la primera visita de Santana, todos los conciertos fueron víctimas de los problemas de su acústica. En el balance de 1976, la revista Pelo lo eligió como “lugar del año” porque “todo el mundo quiso hacer su concierto en ese enorme y horrible galpón”. Así de conflictiva fue siempre la relación entre el rock y el célebre recinto de boxeo.
La innovación estuvo en la puesta en escena. A oscuras, primero salió Cutaia vestido de conde, con capa negra y candelabro en manos. Tocó una música sacra en el órgano hasta que sus compañeros aparecieron de blanco, se prendieron las luces y abrieron con “Bubulina”. En el intervalo salieron vestidos new wave para hacer “Ella es bailarina” y en la segunda parte del show (“Rock” sonó dos veces) volvieron al blanco.
"Cantemos, a todos nos gusta cantar, y yo sé que podemos cantar algo más que el 'ohhhh oh ohhh' y esas cosas", pidió Charly antes de “Por probar el vino y el agua salada”.
La crónica de Kleiman en Expreso Imaginario consignó “un sentimiento y entrega fuera de lo común, con una comunicación directa e instantánea con su público y con una buena dosis de humor, algo tan ausente y necesario en los escenarios argentinos”. De la vereda de enfrente, el mal sonido del lugar, la “desproporcionada vigilancia” que había en la zona de plateas y las “luces precisas aunque sin demasiadas sutilezas”.
La revista mandó a Edy Rodríguez como fotógrafo, pero sus fotos nunca salieron publicadas: Edy fue secuestrado a la salida del show apenas puso un pie en la calle Bouchard. Dos personas le mostraron unas supuestas credenciales y lo arrastraron de los brazos hasta una plazoleta cerca del lugar, donde una fila de Ford Falcon levantaba jóvenes que venían del recital. En el auto que le tocó había cinco chicos. Los agentes sentados adelante blandían armas y se saludaban de coche a coche con sus compañeros. Los llevaron hasta la autopista Panamericana y los iban largando por el camino, previo robarles todas sus pertenencias.
A Edy le sacaron la cámara, lo bajaron con otro chico en un descampado y les dijeron que se tiraran al suelo. Hubo silencio, el ruido de un gatillo en seco y el auto acelerando a toda velocidad. “Con un tremendo terror en nuestros cuerpos llenos de moretones y hematomas nos cagamos en las patas y entre llantos y puteadas hacia estos mal nacidos, cuando nos compusimos un poco y pudimos darnos vuelta e incorporarnos, el Falcon era tan solo dos lucecitas rojas, allá a lo lejos, huyendo sobre Panamericana en sentido a Capital”, narró Edy en sus redes sociales, en un post titulado “Noche de pájaros en un Falcon”, que rescató el libro Estación imposible: Expreso Imaginario y el periodismo contracultural, de Sebastián Benedetti y Martín Graziano.
El escalofriante relato terminaba así: “Sentí que mi alma volvía al cuerpo. Pude respirar tranquilo, convencido de que lo que sospechaba se había cumplido. Fue solo un atraco; claro que con la consiguiente tortura física y psicológica, y hasta un simulacro de fusilamiento, lo cual no es poca cosa, en una sola noche que parecía no terminar”.
Un joven Fernando Samalea, de catorce años, tuvo mejor suerte, sus padres lo fueron a buscar a la salida. De grande terminaría siendo el baterista de Charly y tocando algunos de esos temas de La Máquina en versiones remozadas. “Parecían existir bajo el estigma de la libertad”, escribió sonre aquella experiencia en su libro de memorias ¿Qué es un longplay?. “El afamado Charly tocaba el piano o teclados maravillosamente, además de bailotear y conducir ataviado de manera estrafalaria y personal. Las luces parecían muy cuidadas y se percibía a kilómetros un concepto de espectáculo. En el intervalo, se anunció que otro grupo, llamado Giovanni y los de Plástico, haría una breve performance. Aunque salieron ellos mismos, disfrazados como músicos de funky o disco, con gorras de cuero, camisolas, pantalones de pata de elefante y colgantes. ¡El público, al no reconocerlos, emitió una silbatina ensordecedora!”.
Fue el show más grande de la banda, con entradas agotadas. Un porcentaje de la recaudación se lo llevaron tres policías de civil que fueron al camarín diez minutos antes de que arrancara el show. Tenían una bolsa llena de droga para plantarles como evidencia. "Si no colaborás, te dejo el toco", le dijeron a López.
Rarísima la acordeona
El éxito del Luna Park les dio impulso para encarar una gira de dos meses por pequeñas ciudades del país a las que nunca habían llegado, zonas bastante ajenas al rock, como Junín, Venado Tuerto, Cañada de Gómez, Las Rosas, Marcos Juárez, Carcarañá y Villa María. Saliendo desde Buenos Aires, la idea era llegar hasta Rosario y terminar en Córdoba capital, tocando todos los días en un pueblo distinto.
Eran shows espontáneos, no muy promocionados, generalmente en clubes de barrio donde solían organizarse bailes. En Junín se recuerdan las sillas de chapa en el Club Rivadavia, que la banda hizo una previa en un bowling, y que Charly andaba con un libro del dibujante Oski. En Villa María (Teatro Broadway) fue plomo un joven Semilla Bucciarelli, futuro bajista de Patricio Rey y Sus Redonditos de Ricota (“¡Cómo pesaba el Hammond de Cutaia, mama mía!”). En Venado Tuerto pegaron afiches en las calles que decían “Gran concierto de música moderna”. Y en Cañada de Gómez (“Nosotros le decíamos ‘Cañada de gomas’, por las minas que había”, apunta Quaranta) llenaron el Cine Verdi y unos fans grabaron el show en un casete Basf de 90 minutos que sigue circulando hasta hoy con la fecha “20/7/1977” escrita en birome. “No rompan nada, pero bailen un poquito si quieren”, pide García durante los primeros compases de "Boletos, pases y abonos", que dura quince minutos y clausura el show. En el clímax de la canción grita: “¡Rock and rooooll!”.
De aquella experiencia tan intensa Charly recordará, en charla con el periodista Daniel Chirom, la anécdota de la “acordeona”: “Mucha gente no sabía ni quiénes éramos, pero iban igual, solo por ver algo. Pero siempre hay rockeros, no importa el lugar donde uno vaya, siempre va a haber algunos fanáticos rockeros. Es hermoso ir al interior, uno está tocando para un público diferente, incluso para gente grande. Con La Máquina era una risa porque mucha gente venía a vernos creyendo que era un espectáculo circense. Parte del público se sentía decepcionado porque no veía ‘la máquina de hacer pájaros’. Otros esperaban que del sintetizador salieran pájaros. Recuerdo que mientras tocábamos en un pueblito de la provincia de Santa Fe, todo el tiempo tenía atrás de mí, sobre el escenario, un paisano vestido a lo gaucho que no sacaba los ojos del sintetizador. Entonces yo empecé a hacer ruidos raros, hacía ruidos de pájaros, de viento, de lluvia, etcétera. Cuando termina el recital, el paisano se acerca y mirándome a los ojos me dice: ‘Che, ¡rarísima la acordeona!’”.
Roque Di Pietro, autor del libro Esta noche toca Charly, apunta: “Crecí en Marcos Juárez, un pueblo que a mediados de 1977 no tenía quince mil habitantes. Conocí historias sobre la actuación de La Máquina: hasta el día de hoy parece irreal pensar que el grupo actuó un día de semana en el pueblo. El recital se llevó a cabo en el Cine Italiano; testigos de aquel concierto me contaron que Charly, al percatarse de que actuarían en un cine, hizo proyectar cualquier película que tuvieran disponible en ese momento, sin sonido, mientras la banda hacía su performance y la proyección los atravesaba”.
El único mal trago fue en la ciudad de Santa Fe, una mañana en que Charly y José Luis se despertaron en su habitación de hotel rodeados de policías. Dos uniformados, uno de civil. Ellos, en calzoncillos. Los trataban de “putos” porque habían juntado sus camas. Inspeccionaban el cuarto, repleto de botellas de vino y porros de la noche anterior, pero no se llevaban nada. ¿Qué querían? La plata del show. Sabían hasta la cifra exacta del bordereaux. Sus compañeros de banda, con sus respectivas novias, salieron de las otras habitaciones. Oscar López tuvo que negociar para que se fueran.
De regreso a Buenos Aires, la banda tenía programados shows en la sala principal del Teatro San Martín (“Nunca toqué en un lugar con tan buena acústica”, destaca Fernández) y en el Estrellas, celebrando las cien emisiones del programa Imaginate Flecha Juventud, de Juan Alberto Badía. Había un gran revuelo esos días por la muerte de Elvis Presley (“Che, me acabo de enterar que se murió Elvis, yo creo que lo mató la paranoia”, dijo Charly en el San Martín) y por la visita de Joe Cocker a nuestro país, toda una leyenda de Woodstock. Charly estuvo hasta en la conferencia de prensa de Cocker en el Hotel Alvear (daba tres shows en el Luna Park) y conversó con el tecladista Nicky Hopkins, que tanto admiraba. Le regaló una copia de Instituciones y se sacó una foto con él.
Basabru reseñará Películas en el número siguiente remarcando que “No te dejes desanimar” tiene “un valor casi terapéutico”, que “El vendedor de las chicas de plástico” tiene “una letra para sonreír” y “un organito muy a lo Chick Corea”, y que “En las calles de Costa Rica” es lo más “flojo” del disco. “No me convencen los arreglos vocales y en algunos momentos la música me parece a punto de caer en lo meloso”, criticará. Conclusión: “El segundo LP de La Máquina es, indudablemente, un trabajo muy superior al primero. Un disco que, junto al nuevo de Arco Iris, nos hizo decir este mes: ‘¡Vamos todavía!’”.
Un lenguaje nuevo
En agosto, La Máquina fue a tocar a Montevideo. Dieron un show contundente de dos horas, en el Teatro Solís, en el que fueron ovacionados, pero en el suplemento Mundo color del diario uruguayo El País, el periodista Elvio Rodríguez Barilari los destrozó. Bajo el título “La máquina de hacer pesos”, los definió como “un fenómeno deplorable de transculturación”, haciendo foco en la figura de Charly: “Su música sigue siendo tan intrascendente como cuando utilizaba un par de guitarras y algún piano ajeno con Sui Generis. Es prácticamente imposible imaginarse un desperdicio mayor de los elementos técnicos que el de La Máquina de Hacer Pájaros. Todo parte de que los temas, a fuerza de pobreza musical, prácticamente no existen, quedando reducidos al empleo reiterativo de los diferentes ‘chiches’ electrónicos de que dispone el conjunto. Y de los textos es mejor ni hablar, ya que el tantas veces denigrado Palito Ortega puede dictar cátedra de poesía a estos ‘creadores’”.
Y, sobre la estética, ampliaba: “Es un long play ‘urbano’ (risas) porque habla de lo que le pasa a la gente de la ciudad. La ciudad, como cosa, no me llama la atención. La gente que vive adentro, sí. Pero la calle Corrientes y la nostalgia porteña no me dicen nada. Creo que imbuirse de esa nostalgia para componer puede ser medio pálido. Nosotros hablamos de la ciudad, sus cines, sus autos, pero tomándolas como son, sin caer en la apología del café. Hay un tema que se llama No te dejes desanimar que habla de todo lo que nos pasa en la ciudad y dice que no hay que confundirse con el bajón de la ciudad, con su tristeza y su pesimismo”.
Y también en la apertura de estilos, ya con su líder alejado totalmente del último Sui Generis, con ritmos más “sabrosos”, como en el instrumental “Por las calles de Costa Rica”, influenciado por el grupo Return to Forever. Y estaba, sí, el giro en las letras, donde Charly se mostraba más optimista (“No te dejes desanimar”, con un coro de niños para darle pureza al mensaje) y más festivo (en “Hipercandombe” grita “¡Mambo!”) pese al contexto político. Las semblanzas de personajes seguían presentes (“Marilyn, la Cenicienta y las mujeres”, “El vendedor de las chicas de plástico”) y la crítica social se manifestaba en “Hipercandombe” (“No hay esperanzas en la ciudad”, “La paranoia es quizás nuestro peor enemigo”) y en el tema central del disco, “¿Qué se puede hacer salvo ver películas?”, en el año de menos libertades para los argentinos.
La temática de films atravesaba el concepto del álbum desde la tapa misma, con los músicos saliendo del Cine Metro, donde se anunciaba en la marquesina la proyección de una película de terror: Trama macabra, de Alfred Hitchcock. Todo un mensaje. Un ciego con gafas y bastón sostiene un espejo y refleja la imagen hasta el infinito: el horror perpetuo que nadie ve. En el collage de la contratapa asoma una historieta de Robert Crumb, que bien linkea con los gustos ya conocidos de Charly por Crist y Oski. Su época comiquera, el alivio humorístico dentro del drama nacional.
Las letras de Películas eran todas de Charly, pero esta vez la música estuvo compartida con sus cuatro compañeros: lo que representaba una mayor democracia compositiva en el seno del grupo terminaría incidiendo en su destino final. A la par, grupos cercanos como Crucis, Alas, Espíritu y El Reloj se evaporaban en el aire por peleas internas. En la antigua Grecia se lo denominaba pharmakon: el veneno y el remedio al mismo tiempo.
Prólogo del libro publicado por Gourmet Musical
La Máquina del Tiempo
Dos años en la vida de Charly García pueden ser diez de los de cualquier mortal. O incluso más. Su proyecto de La Máquina de Hacer Pájaros duró solamente entre 1976 y 1977, produjo dos discos, y se evaporó. Su popularidad fue efímera, pero su influencia –esa música sofisticada, vigorosa– rompió el corset del rock progresivo y le ganó al paso del tiempo.
Hay una entrevista de aquella época donde Charly dice que recién con La Máquina sentía que le estaba haciendo un aporte real a la música popular argentina. Algo curioso si pensamos que con Sui Generis ya había apilado varios himnos juveniles para todos los fogones del mañana, como “Canción para mi muerte” o “Rasguña las piedras”.
Por empezar, sí: fue el grupo con el que hizo la música más elaborada. La extensión de las canciones son la mejor prueba, con muchos arreglos complejos y cambios de ritmo, el predominio de pasajes instrumentales, y la particularidad de contar con dos tecladistas, algo inusual en la Buenos Aires de 1976. Combinó magistralmente rock y música clásica, conectando con la veta sinfónica que venía de Inglaterra y le sumó smog porteño en un contexto de asfixiante represión social.
En la única entrevista televisiva que se conoce de aquel año, García (veinticuatro años, desgarbado, anteojos gruesos, todavía sin bigote) mira a la cámara cohibido y declara que La Máquina hace “una música muy de acá, que tiene una proyección a futuro”. Y tan errado no estaba si con estos músicos sacó a la cancha algunas canciones que retomaría más adelante con Serú, y otras durante su posterior carrera solista, en los ochenta. En el medio también actualizó viejos temas de Sui, por lo que podemos imaginarnos a La Máquina como una mamushka con todas sus bandas dentro.
El telón de fondo es la Argentina más sangrienta. La del Golpe de Estado y la tapa de Clarín con la frase “total normalidad”. La del slogan “derechos y humanos”. La de los detenidos-desaparecidos y el “algo habrán hecho”. Charly lo retrataría, años más tarde, primero con “Los dinosaurios”, y después con el famoso “Yo que crecí con Videla/ yo que nací sin poder” de “Demoliendo hoteles”. Había una supervivencia latente ahí: suya, de sus colegas, del público, de una generación entera.
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